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La madre de todas las historias de terror en Bahamas

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Hace una semana te ofrecimos en portada el relato de la odisea por la que tuvieron que pasar tres jugadores estadounidenses tras ser retenidos en la aduana del aeropuerto de Nassau y posteriormente entregados a las autoridades de Bahamas.

No era la primera historia de ese calibre que ha salido a la luz. Se podrí­a decir que se repite incluso en exceso, teniendo en cuenta de que se ha escogido ese paí­s como sede de uno de los eventos internacionales de mayor calado del calendario.

Al final, puede quedar la sensación de que estas situaciones, por aterradoras que sean para quien las sufre, se producen bajo un cierto control institucional; que no dejan de ser resultado de un meditado plan para confiscar algo de dinero y que nunca existe el peligro de que vayan más allá.

Craso error. Un usuario de TwoplusTwo, al que se le avivaron dolorosos recuerdos al leer el nuevo hilo sobre Bahamas, ha decidido compartir una historia personal ocurrida hace varios años y en la que encontramos respuesta al mayor interrogante que se abrí­a al terminar la historia recogida en el hilo anterior. ¿Y si sale algo mal y el juicio y la confiscación del dinero no es el final de la pesadilla?

Si te manejas en inglés y te gusta la literatura carcelaria al estilo de «Papillon», te recomendamos una relajada visita al extenso post original del usuario que se hace llamar «PCA_Refugee».

La primera parte contiene los elementos tí­picos de las historias que conocemos de Bahamas. Un pinchazo en un torneo, malos consejos de otros jugadores para ahorrarse la comisión de una transferencia, fe ciega en que nadie hací­a nada malo por intentar romper las normas sobre declaración de dinero en efectivo por más de 10.000$ y el mal rato que se pasa a manos de la policí­a de Bahamas hasta la visita al juez y la inevitable confiscación del dinero como multa.

Lo novedoso comienza a pocos metros del taxi que espera a la puerta del juzgado para llevar al protagonista y a su amigo de vuelta al aeropuerto, cuando «PCA_Refugee» nota que le agarran del brazo. Una mujer vestida con traje se identifica como agente de Inmigración y solicita ser acompañada para solucionar algún pequeño fleco en el caso.

Aquí­ fue cuando cualquier confianza en que alguien con capacidad de decisión llevaba las riendas de su situación se fue al garete. Los dos compañeros fueron llevados a unas dependencias de Inmigración en las que les dijeron que no les podí­an escoltar al aeropuerto porque solo permití­an traslados los viernes, pero que debí­an mantenerlos en custodia.

Tenemos un sitio en el que os podéis quedar. Esta a las afueras. Es como una residencia. Podéis comprar comida y otras cosas. No se está tan mal.

Durante el traslado, y ante las lógicas preguntas sobre el sitio al que los llevan, uno de los agentes le da un consejo que da a entender que algo va realmente mal.

Cuando os reciban, os van a quitar el teléfono, el equipaje, el pasaporte y el dinero, por seguridad. Asegúrate de guardarte algo de dinero encima para poder comprar cosas allí­. No te van a dejar tener acceso a tus cosas hasta que te vayas de allí­. Coge de la maleta ropa, libros y lo que necesites para pasar allí­ las cuatro noches.

«PCA_Refugee», que habí­a mentido a sus padres sobre lo que le habí­a pasado para no preocuparles, decidió mandar un último mensaje de texto pidiendo esta vez que llamasen a la embajada y que se preocuparan por él.

El supuesto dormitorio era en realidad un campo de refugiados rodeado de vallas coronadas por alambre de espino y custodiado por guardias armados.

Uno de los refugiados cubanos le aclaró a base de un poco de inglés y muchos gestos que los internos eran inmigrantes ilegales, que aquellos acusados de cualquier otro tipo de delito habí­an sido llevados a una cárcel. El cubano se ofreció a enseñarle el lugar.

Las condiciones eran dantescas. El barracón en el que le iban a alojar tení­a 15 literas, además de unos 60 colchones rajados y con los muelles a la vista tirados por el suelo. En él se hacinaban unos 200 internos, la gran mayorí­a balseros procedentes de Haití­ o Cuba.

La única fuente de agua potable, una manguera de goma que salí­a de la tierra en medio del patio, no era apta para el consumo. La gente lavaba la ropa en unos cubos llenos de agua sucia y en la zona de los servicios, encharcada, todos los váteres estaban atascados y las heces se acumulaban en las esquinas de los cubí­culos, la zona que se usaba como letrina como último recurso.

No habí­a atención médica de ningún tipo. Un joven que resultó herido al arder el motor de la embarcación en la que escapaba de Cuba era tratado por los propios refugiados. Le lavaban la herida con el agua de la manguera y le vendaban las heridas con papel higiénico. Las ratas, descomunales, se sentí­an inevitablemente atraí­das por el complejo. Por las noches, correteaban por el barracón, literalmente por encima de los refugiados.

Solo recibí­an comida dos veces al dí­a, una ración minúscula que normalmente constaba de una cucharada de cereal, avena o patata cocida con algo de carne o pescado enlatado. Les dijeron que los refugiados haitianos que eran extraditados lo volví­an a intentar con la esperanza de volver al campo y recibir comida a diario. Aún así­, uno de los dí­as se montó una protesta general por la poca calidad de los alimentos.

Los guardas maltrataban a los inmigrantes y montaban búsquedas en los barracones para quitarles sus posesiones, al menos a aquellos que no les pagaban para conseguir suministros del exterior a precios exorbitados. Por eso estaban rajados los colchones. Habí­a otros dos barracones en el recinto, con camas nuevas, pero los guardas preferí­an tener a todos amontonados en uno. Hací­a la tarea de vigilar el campo mucho más sencilla.

Hablando con alguno de los compañeros de lo que sin miedo a equivocarse mucho se puede llamar cautiverio, se enteraron de que la mayorí­a llevaban meses metidos allí­, algunos un año. La gente les insistí­a en recordar a los guardias que ellos estaban allí­ esperando un traslado al aeropuerto, que no debí­an confiar en que nadie supiera realmente donde estaban y, lo que era más preocupante, ni siquiera por qué.

Cualquier intento de usar un teléfono recibí­a una excusa a cambio. Habí­a una fila de cabinas, pero ninguna funcionaba. El único contacto con el exterior lo consiguió gracias al mensaje de texto. La madre de «PCA_Refugee» consiguió localizar el campo y estuvo llamando dí­a y noche hasta que le dejaron hablar cinco minutos con su hijo.

A la tercera mañana, les llevaron un formulario para firmar, y les dijeron que les sacarí­an de allí­ por la tarde. El tiempo fue pasando y nadie vení­a a por ellos. El sol terminó por ponerse. Nadie vino a por ellos. Tampoco el dí­a siguiente. Una verdadera tortura.

Por suerte, el traslado al aeropuerto estaba realmente planeado, y les sacaron de allí­ tras cinco dí­as. Sentado en el avión, «PCA_Refugee» apretaba los dientes y temblaba, debido a una pesadilla consciente en la que alguien le volví­a a decir que no podí­a salir de Bahamas. Al llegar a su destino, se compró una botella de agua y más tarde se dio cuenta que la llevaba aún en la mano, vací­a, como hací­a a todas horas en el campo de refugiados.

Más allá de la anecdótica relación con el poker, esta historia hace pensar en las condiciones impuestas sobre personas cuyo único atentado contra la humanidad fue intentar escapar de la miseria. Lejos de intentar debatir sobre un tema tan espinoso y tan difí­cil de objetivar como la emigración, sí­ que cabe preguntar por qué en aquel campo no se observaba un mí­nimo aprecio por los derechos humanos ni un atisbo de empatí­a ante la situación de los internos.

En las más miserables circunstancias, aquellos hombres compartieron su agua y su comida con «PCA_Refugee», le reservaron una cama y le enseñaron a capear lo mejor posible su situación, aún con la sospecha de que era temporal y de que pronto volverí­a a la comodidad del primer mundo.

Dejando aparte las moralejas morales, que pueden muchas y definitivamente personales, hay un par de lecciones prácticas que aprender de esta historia. Si viajas, nunca des por hecho que por esos mundos de Dios todo funciona igual de bien o mal que en tu paí­s, y sopesa pros y contras a la hora de ahorrarte unos euros estirando los lí­mites de según que leyes y en según qué paí­ses. Por si acaso.

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