Después de ver decenas de reportajes sobre los grandes profesionales del poker on-line, aún me sigue sorprendiendo el cuidado diseño de su particular oficina de trabajo, con sus dos o más pantallas enormes donde cubren, supongo que disciplinadamente, su jornada de trabajo. Es entonces cuando pienso en las ventajas y desventajas de mi vida semiprofesional.
Como algunos ya sabéis, mi tiempo se reparte entre mi obligación como conserje de instituto y mi devoción, que es ser árbitro de fútbol. Entre estas actividades, y algunas otras, intento colar siempre dos horas diarias para jugar al poker, lo cual no resulta fácil, lo que muchas veces sólo es posible con sesiones de media hora o incluso de menos. Esto me obliga a llevar siempre el portátil conmigo para aprovechar cualquier minuto muerto que tenga a lo largo del día.
Mi portátil es de 13 pulgadas. Las 5 o 6 mesas que abro se sobreponen las unas a las otras. A veces hasta atiendo breves conversaciones por Messenger o visito alguna página de Internet, porque el poker, como os dije, por momentos me aburre. Mi conexión, salvo en los raros momentos que estoy en casa, es un pincho de esos de 3G, con los disgustos que da cuando se corta.
Mi oficina, como ya apunté, es móvil. Hace un tiempo, me contaron la historia de un jugador que retenido en un control de alcoholemia, aprovechó el tiempo de espera al rescate abriendo unas mesas de Omaha y consiguió pagar la multa con ello (los puntos supongo que no los recuperó). Yo no he llegado a tanto. He jugado bastantes veces en un coche mientras esperaba a alguien. En los aeropuertos, igual. En alguna tarde de trabajo, confieso que a veces, en medio de interrupciones por alumnos que vienen a por fotocopias que me cuestan un pastón.
Sin embargo, mi hábitat natural son las cafeterías. Aún pudiendo jugar en casa, prefiero el bullicio que el silencio. Me sucedía igual en mi época de estudiante, cuando huía de bibliotecas para buscar la concentración en un bar. Esto me permite jugar mientras hablo con amigos, aunque no sea un ejemplo de buena educación. La gente, obviamente, que mira como una mezcla de friki y ludópata.
Entre ellas, donde paso más horas es en un café de barrio en Coruña, donde empecé hace muchos años a jugar al poker con descarte y a apostar a todo, incluido el parchís. Describirlo es complicado. Por las tardes van señores a jugar al tute y gritan como locos. Por las noches, entre la clientela habitual, se deja caer algún borracho simpático e incluso algun yonki menos agradable. Alguno mira a la pantalla y me pregunta si estoy apostando dinero, que él también sabe jugar. Yo siempre respondo que no. Un día uno me replicó: «Joder, pues jugar sin pasta, eso sí que es vicio».
De madrugada, el Venus (así se llama y os prometo que es un café-bar), es el local donde los trabajadores de basura hacen su descanso y llenan mesas y barra con sus buzos amarillos. En las sesiones que se alargan, me quedo a solas con mi portátil en una esquina en medio de esta tropa que parece el Villarreal. No sé si es triste o curioso, pero desde luego un poco extravagante sí que es. ¿Qué pensarían si saben que cuando me despido salgo con 800 euros arriba o abajo?
Por eso, cuando veo a los grandes con sus sofisticadas habitaciones, me pregunto cuánto podría yo ganar con unas pantallas así de grandes mientras escucho música clásica y me centro sólo en el juego. Y, sinceramente, creo que la respuesta es… ¡nada!